La única barrera eres tú mismo, sólo tienes que aprender a saltarte

Esa era la frase que estaba escrita en un poster que presidía mi habitación de adolescente. La imagen mostraba una carretera cortada por un muro alto y rugoso que se prolongaba hasta el infinito a izquierda y derecha. Cada día leía esa frase y me la repetía a mi mismo. La leía lentamente, saboreándola. Intentando sacarle hasta el último de sus significados.

Por aquella época yo era un chaval muy inseguro. No sabía nunca qué decir. No sabía que actitud adoptar. Tenía un miedo enorme a hacer el ridículo. A no ser aceptado. El qué dirán. Me podía pasar noches enteras desangrándome con tinta negra sobre el papel para después romperlo en pedazos. Siempre deseando ser, tener el valor suficiente, ser más guapo, más simpático y, sobre todo, un poco más rápido de reflejos. Siempre tenía la sensación de que me tomaban el pelo.

Pero qué queréis que os diga: no hubo manera. Siempre fui sosín, delgaducho y bastante introvertido.

Hasta que un día entendí la frase que estaba escrita con mayúsculas en ese poster. Durante años estuve intentando saltarme a mi mismo. No había manera. Me pegaba auténticas hostias contra el muro ese, en otras ocasiones caía de culo sin conseguir saltarlo e incluso en una ocasión cogí tanta carrerilla para intentar saltarlo que no vi un cable que había en el camino a la altura de mi cabeza y casi me degüello. Hasta aquél día. El día en el que me di cuenta de que no me había percatado de que en esa frase había una palabra clave: aprender.

No se trataba de saltarse a uno mismo como había intentado durante tanto tiempo sino de aprender a saltarse. Había que aprenderse ese muro. Había que acercarse sin miedo a tocarlo, a palparlo, a meter los dedos en sus orificios, percibir todas sus aristas. Era un muro feo y frío, sin duda. Pero empecé a acostumbrarme a acariciarlo, a olerlo y con el tiempo me di cuenta de que no estaba tan frío ni era tan áspero como parecía. Me fui dando cuenta de cuál era mi barrera, de cómo era, de cuánto podía pesar y cuánto podía medir. Él, que representaba todo lo que me separaba de lo que yo quería ser, que estaba hecho de mis más pesados miedos, empezaba a parecerme un muro agradable, excitante y lleno de posibilidades.

Una mañana, mientras me desperezaba en la cama sin abrir los ojos; me dije a mi mismo que era el momento de hacer las paces con él. De decirle que le aceptaba tal y como era y que estaba dispuesto a perdonarle por todo lo que me había impedido ser. Estaba dispuesto a vivir con él.

Estiré la mano para tocarlo… y el muro ya no estaba allí.